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Psiquiatría 12

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Revista Latinoamericana de Psiquiatría.

Psiquiatría 3:12, Septiembre 2010 I. Introducción El suicidio Según el Diccionario de la Lengua Española (www.rae.es), el suicidio (voz formada del latín: sui, de sí mismo, y caedere: matar) es la acción y efecto de suicidarse: “quitarse voluntariamente la vida”. Y suicida es, en su segunda acepción, lo que se dice “de un acto o de una conducta: Que puede dañar o destruir al propio agente”. En tanto que en su tercera acepción, así se predica de la “persona que se suicida”. Por su parte, Durkheim lo conceptuó diciendo que “se llama suicidio todo caso de muerte que resulte, directa o indirectamente, de un acto positivo o negativo, realizado por la víctima misma, sabiendo ella que debería producir ese resultado. La tentativa es el mismo acto que hemos definido, detenido en su camino antes de que dé como resultado la muerte”. En tanto que López Azpitarte entiende por suicidio “cualquier acto u omisión que se efectúa con el deseo de quitarse la vida”. Y destaca que no cabe incurrir en “despreocupación o indiferencia frente a las amenazas o intentos (de suicidio) que se hayan realizado, pues la experiencia demuestra también que muchos de los suicidas lo habían avisado con anterioridad o habían intentado su muerte en otras ocasiones. Y sería lamentable no caer en la cuenta de la seriedad de esas manifestaciones hasta el momento en que las hayan cumplido y ya no exista ninguna posibilidad de solución”. De ahí el interés para el cuidado y prevención de estos casos, “como una de las obligaciones sanitarias que recae sobre la sociedad”. Y en particular, nos permitimos acotar, sobre el equipo médico que interviene en el caso concreto. Como fuera, un diagnóstico adecuado facilita detectar cuándo el paciente es de alto riesgo (portador de tendencias suicidas), y permite tomar oportunamente las medidas idóneas de cuidado que apunten a la prevención y la evitación de un suicidio previsible (como se sabe, las demoras en la atención de la salud en casos graves, pueden derivar en incapacidad o muerte). Debiendo además tenerse presente que, según el destacado psiquiatra francés Henry Ey, el raptus suicida ocurre “en los momentos más inesperados y cuando (el paciente) parece estar más tranquilo”, por lo cual el hecho de que un paciente psiquiátrico aparente “estar calmo” no permite inferir que no va a intentar matarse. Criterio que ha sido receptado por nuestra jurisprudencia, en cuanto se señaló que “todo paciente psiquiátrico se agrava cuando recobra su grado de lucidez”, agregándose que su tendencia suicida “es íntima, no tiene por qué ser peligrosa o exaltada” (1). Explicaciones antropológicas y socioculturales del suicidio Se trata aquí de intentar responder por qué la gente se quita la vida, pregunta harto compleja, por cierto. Habiendo sido común, desde algunas visiones antropológicas, hablar de la vinculación entre el suicidio y el llamado “malestar existencial”. Se dice que cuando alguien se mata es porque le sobreviene algo que rechaza de una manera absoluta y se encuentra impotente para enfrentarse con esa situación, buscándose así dar salida a un problema que se ha hecho demasiado dramático para compartirlo en adelante con la vida, como si se tratase de una respuesta positiva a un estado de cosas determinado: una tragedia sin solución (o cuya solución o moderación no se busca), a la cual, si se nos permite, se la “soluciona” suicidándose. Visión que nos parece bastante ingenua, y más bien propia de alguna licencia poética, pues simplifica el fenómeno del suicidio al extremo, haciendo abstracción de los factores psicosociales y de las psicopatologías que pueden formar parte de la etiología de ese declamado “malestar existencial”, que poco y nada explica. Basta recordar, para refutar estas ideas, que aun en circunstancias extremas, plenas de “angustia existencial”, como en los campos de concentración del III Reich, tuvieron mayor capacidad de subsistir los que miraban al futuro y sentían la necesidad de seguir viviendo a toda costa. Ello así, es de recordar que hubo que aguardar hasta la segunda mitad del siglo XIX para que el suicidio, considerado noble (vg., en la Grecia clásica, por principios patrióticos, para evitar la deshonra, etcétera) o heroico en algunas sociedades antiguas (luego ejemplificaremos) u honorífico en el Japón feudal (el hara kiri) y objeto de la condena moral dada por diversas religiones (el judaísmo, el islamismo, y en particular, el cristianismo en sus diversas formas, que lo consideraba como un pecado mortal, un crimen contra sí mismo y contra Dios, o incluso corno resultado de una posesión demoníaca, sancionando en algún momento histórico al suicida con privación de la sepultura eclesiástica y de la misa exequial), para convertirse en el síntoma, no de una necesidad ética, de una rebelión o de un mal de vivir, sino de una enfermedad social o psicológica, estudiada con la objetividad de la mirada científica. Fue Durkheim quien generó esa ruptura. Contra los partidarios de la teoría de la herencia-degeneración, él demostró que el suicidio es un fenómeno social que no depende de la "raza" ni −a su entender− de la psicología, la herencia, la insania o la degeneración moral. Analizó las causas sociales del suicidio y describió sus tres tipos sociales básicos, "egoísta", "altruista" y "anómico" −con sus tipos mixtos (ego-anómico; anómico-altruista y ego-altruista)−, temática en la que no abundaremos aquí, pues existe excelente bibliografía al respecto y la finalidad de este ensayo es otra. Pero sí destacaremos que el enfoque sociológico de Durkheim no da cuenta de una dimensión esencial del suicidio, presente en todas las formas de muerte voluntaria: el deseo de muerte, es decir, el aspecto psíquico del acto suicida. Se puede acotarse que también han acontecido suicidios masivos inducidos por sectas religiosas, pero no nos parece que estos casos escapen al ámbito de la psicopatología, pues bien puede hablarse de una psicosis colectiva y/o de un delirio de masas. Algunas valoraciones éticas del suicidio No nos corresponde reseñar aquí las diversas posturas morales acerca del suicidio (2), pero sí señalar que no deja de ser llamativo que doctrinas que se encuentran en las antípodas EDITORIAL SCIENS // 7

Luis Guillermo Blanco hayan reprobado (y reprueben) el suicidio, considerándolo como un acto no deseable (a tal punto que en diversos períodos históricos fue proscripto por la ley). Tal el caso de la híper-racionalista ética kantiana y del fundamentalismo propio de la teología moral de la Iglesia Católica. En resumen, puede decirse que, racionalmente, Kant atacó al suicidio dando por sentado que la autoestima existe y que es irracional destruir lo que se ama. La autodestrucción del sujeto es la aniquilación de la fuente misma de toda moralidad y, por tanto, un acto inmoral (3). Obviamente, este argumento es débil y reduccionista, y en él se encuentra ausente todo factor psicosocial. Ello así, López Azpitarte ha dicho que ante la ineficiencia de diversos discursos éticos para probar que el hombre no puede disponer de su propia vida, son muchos los que creen que la única argumentación válida tiene que apoyarse en la fe religiosa (lo cual resulta científicamente inadmisible). Al respecto, considerando el suicidio como pecado mortal, el actual Catecismo de la Iglesia Católica (4) establece lo siguiente: “Cada cual es responsable de su vida delante de Dios que se la ha dado. Él sigue siendo su soberano Dueño. Nosotros estamos obligados a recibirla con gratitud y a conservarla para su honor y para la salvación de nuestras almas. Somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado. No disponemos de ella” (nº 2280). Por lo tanto, según su nº 2280, “el suicidio contradice la inclinación natural del ser humano a conservar y perpetuar su vida. Es gravemente contrario al justo amor de sí mismo. Ofende también al amor del prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados. El suicidio es contrario al amor del Dios vivo” (nº 2281), y “si se comete con intención de servir de ejemplo, especialmente a los jóvenes, el suicidio adquiere además la gravedad del escándalo”, reza su nº 2282. Pero, según su último párrafo: “Trastornos psíquicos graves, la angustia, o el temor grave de la prueba, del sufrimiento o de la tortura, pueden disminuir la responsabilidad del suicida” (es decir que ciertas afecciones psicológico-psiquiátricas y determinados estados psíquicos aminorarían la pecaminosidad mortal del suicidio) y, para más, conforme a su nº 2283: “No se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que Él solo conoce la ocasión de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida”. O sea que los “secretos designios de Dios” liberarían al suicida de su pecado mortal. Precepto que nos hace recordar a una de las tantas situaciones que San Alfonso María de Ligorio consideró como una excepción al principio fundamental del respeto a la sacralidad de la vida humana: es ilegítimo el suicidio, a no ser por “inspiración divina” (un concepto agustiniano) o indirectamente (vg., el caso de Sansón, Jueces 17:28-30, siendo éste el ejemplo del suicidio heroico que antes prometimos dar) (5). Y si bien esto último es teología pura; lo anterior importa a las claras un reconocimiento velado a la gravedad de los cuadros psiquiátricos y estados psicopatológicos que pueden llevar al suicidio. Pero la cuestión no termina aquí. Es sabido que la negativa de un paciente competente debidamente informado a un tratamiento médico determinado, sino a todo tratamiento, o su disidencia terapéutica con aquél (y elegir otro), aunque ese tratamiento recomendado se considere indispensable para que la enfermedad que padece no evolucione, y aún para preservar su vida, no constituye jurídicamente un “suicidio” en la Argentina (6). Dado que, de acuerdo con nuestra jurisprudencia −incluyendo la de la Corte Federal−, nadie puede obligar a un paciente a someterse al tratamiento que los médicos consideren más idóneo o indispensable. Porque todo paciente lúcido cuenta con el derecho personalísimo de disentir o de rechazar cualquier tipo de tratamiento (aun cuando se trate de la abstención o retiro de medios de soporte vital, lléguese o no a un diagnóstico clínico convencional de “muerte cerebral” y trátese o no de un dador cadavérico de órganos, o de un cuadro de estado vegetativo persistente), ejercitando su autonomía personal −de conformidad con el principio bioético de autonomía− mediante una conducta autorreferente −exclusiva del sujeto que la adopta, librada a su criterio y referida sólo a él− de disposición del propio cuerpo, amparada por diversas normas obrantes en nuestra Constitución Nacional y en las Declaraciones, Pactos y Convenciones internacionales que gozan de jerarquía constitucional (su art. 75, inc. 22), que tutelan −y ordenan− el respeto a la dignidad humana, a la libertad de pensamiento, de creencias y de conciencia, a la libertad de cultos, a la libertad decisoria y al derecho a la privacidad (7). Así como también por preceptos específicos que lucen en algunas constituciones provinciales (8) y otros tales contenidos en diversas leyes locales de ejercicio de la Medicina (9) o de derechos del paciente, como la reciente ley 26.529 (sus arts. 2, inc. e., y 10), esta última de aplicación en todo el territorio de la República. Todo ello, sea que dicho paciente declare su voluntad en tal sentido verbalmente (en cuyo caso es prudente dejar debida constancia en su historia clínica), la manifieste en oportunidad de prestar su consentimiento informado (aquí, como rechazo informado) o lo haya estipulado mediante una directiva médica anticipada (10). Sin embargo, más allá de la clínica médica cotidiana, la entrega de la vida en situaciones límite por el bien de otro/s, el propio sacrificio, también merece una consideración ética particular. Por caso, “no se me tratará de suicida si cubro con mi cuerpo al cuerpo de un amigo al cual dispara el asesino, pero ni la moral más exigente podría obligarme a ello” (11). Se trata, pues, de un acto supererogatorio (12) que incluso podría justificarse desde un punto de vista evangélico: “no hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Juan, 15:13). Pero vayamos a un ejemplo real, del cual puede decirse que se trata de un género de suicidio que aprueba la conciencia ética actual. Estando detenido desde el 19/3/44 en el Cuartel General de la Gestapo de París y habiendo sido sometido ininterrumpidamente a torturas durante dos días y medio, el 22 de marzo de 1944, el periodista y político socialista francés Pierre Brosso- 8 // EDITORIAL SCIENS

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