Historia de la Psiquiatría Benjamin Rush y el problema de la adicción a sustancias Dr. Fabián Allegro Médico. Especialista en Psiquiatría. Doctor en Filosofía. Presidente de la Sociedad Argentina de Psicopatología de la Asociación Médica Argentina. Adjunto de la Cátedra Escuela Francesa II de la Facultad de Psicología, UBA. Jefe de Trabajos Prácticos de las materias Salud Mental y Psiquiatría de la Facultad de Medicina, UBA. Coautor del Código de Ética de la Asociación Médica Argentina. Benjamin Rush nació en 1746 en Byberry (Filadelfia, EE.UU), estudió medicina en Edimburgo y luego conoció a Cullen y a Benjamin Franklin durante su permanencia en Londres. Regresó a Filadelfia en 1769. Se lo considera el iniciador de la psiquiatría en Estados Unidos y fue uno de los que firmaron el Acta de Independencia de ese país. Fue un abolicionista y fundó una sociedad en contra de la esclavitud. Se lo estima como uno de los precursores y más acérrimos exponentes de la lucha contra las adicciones, principalmente del alcohol. En 1785, Rush publica una investigación sobre el alcohol y sus abusos titulada Inquiry into the Effects of Ardent Spirits Upon the Human Body and Mind, Boston (James Loring, 1823, 8a edición). Prolijo en su exposición, claro en su desarrollo y contundente en su finalidad, el libro se inicia con una aclaración: “Por los espíritus ardientes, me refiero a los licores, que sólo se obtienen por destilación a partir de sustancias fermentadas de algún tipo” (Pág. 4). Desde ese punto, en un hábil recurso retórico destinado a generar un fuerte impacto, se dirige directamente y en primer lugar, a las consecuencias del uso habitual de alcohol. De esta manera, las enumera detalladamente (Pág. 9 y ss): un deterioro del apetito, malestar y náuseas en el estómago; la corrosión del hígado; la ictericia y la “hidropesía del vientre y las extremidades”; la ronquera que a menudo terminan en una enfermedad aguda y fatal de los pulmones; el enrojecimiento y erupciones en distintas partes del cuerpo; un aliento fétido que se “compone de todo lo que es ofensivo que hay en la materia animal corrupta”; la presencia de frecuentes y desagradables eructos; la epilepsia; la promoción de cólicos, parálisis y apoplejías, y por último la aparición de locura que pervierte las facultades morales. En el mismo tenor, señala enfáticamente que las bebidas destiladas producen más de una octava parte de todas las muertes que tienen lugar en el país y advierte que ese mismo porcentaje representará, a futuro, el número de las personas mayores de veinte años de edad que morirá por dicha causa. Pero en todo caso, hay algo más importante y preocupante que todo esto: el consumo de bebidas alcohólicas representa un peligro social inminente e incierto, porque implica la subversión del orden público y del bienestar social. Sentadas las bases que hacen eco de su preocupación, se detiene a estudiar las causas que predisponen y ayudan a este flagelo. Con la misma prolijidad comienza a enumerar dichos factores (Pág. 20 y ss.): "los trabajadores que deben hacer un gran intervalo entre las comidas; las personas enfermizas y especialmente aquellos que padecen de enfermedades del estómago y los intestinos; algunas personas, que por vivir en países sometidos a las fiebres intermitentes, las padecen; los hombres que siguen profesiones que requieren constante ejercicio de las facultades de su mente; las personas bajo la presión de la deuda, las decepciones en asuntos mundanos y la culpa; el carácter sociable de algunos hombres que a menudo les dispone a adoptar las prácticas competitivas; el hecho de fumar o masticar tabaco; pero fundamentalmente el hábito o la práctica viciosa del consumo". Con elocuencia refiere que más de 4.000 personas mueren anualmente en ese país por el consumo y llama la atención sobre la poca resonancia que esto tiene. Si muriese esa cifra en una guerra o por una peste la alarma sería general, pero, “¿porqué no es el mismo celo manifestado en la protección de nuestros ciudadanos de los estragos de carácter más general y el consumo de bebidas alcohólicas destiladas?” (Pág. 27). De allí que el peligro que implica la adicción sea tomada por él, no sólo como un problema de seguridad nacional sino como un tema en el cual debería intervenir la religión. Para facilitar la operación de estas leyes se pregunta: “¿no sería de gran utilidad para los gobernantes de los diferentes partidos, llamasen de las iglesias cristianas a unirse y hacer de la venta y consumo de aguardiente, un tema de la jurisdicción eclesiástica?” (Pág. 28). Hay que tomar el buen ejemplo que dan algunas comunidades, como los metodistas, que han integrado los preceptos del Evangelio a las leyes del comercio haciendo de la venta de alcohol algo prácticamente delictivo. Por último, insta a los legisladores a proponer fuertes impuestos al negocio del alcohol con el objeto de desalentar su consumo y promover un fondo que asista a las familias de las víctimas del consumo, a través de instancias judiciales. Según relata Antonio Escohotado en su Historia de las Drogas (Madrid; Alianza, Pág. 125 TII) Rush consideraba al consumo de sustancias un flagelo y creía que el médico debía reemplazar al sacerdote en una cruzada humanista, en la batalla contra las conductas viciosas. Dotado de un conocimiento médico, una moral religiosa y un poder político, Rush se propone tomar para sí esa misión. Convence a sus colegas de Filadelfia para que recomienden al Congreso fuertes gravámenes para promover una restricción eficaz en el uso inmoderado de toda clase de licores. El Congreso accede, y poco después estalla la llamada Whiskey Rebellion. Los granjeros de Pennsylvania, no aceptaron dicho impuesto, se organizaron militarmente, y superando a las fuerzas locales obligaron al presidente Washington a enviar un cuerpo de ejército de doce mil hombres para sofocar la revuelta. Benjamin Rush murió en 1813. 46 // EDITORIAL SCIENS
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