Dr. José María Martínez Ferretti centurias y, los segundos –salud y vida–, motivos básicos del ejercicio de la Medicina y, también, derechos consagrados en toda legislación avanzada. Lo enunciado, si bien no tendría por qué producir colisiones o dificultades en la búsqueda del bien común e individual de los pacientes –máxime existiendo leyes específicas que lo regulan–, resulta en la actualidad un lugar de conflicto social y sanitario por el cual ha crecido la intervención de la Justicia en circunstancias que otrora hubiésemos definido como puramente asistenciales. La aparición de patologías cargadas de agresividad, el descrédito de la autoridad en el seno familiar y social en general, la sobrecarga del sistema asistencial público y las condiciones de contrato del privado, así como los riesgos de acciones legales por mala praxis o abandono de persona, sin duda, y a grandes rasgos, se encuentran en la base de aquel crecimiento. Historia breve de la internación psiquiátrica Si tratáramos de resumir en tres palabras las actitudes que rodearon al recurso de la internación de los enfermos mentales en la era Moderna, sin duda esas palabras serían: humanitarismo, segregación y tratamiento. Estos tres modelos socioculturales se suceden, confunden y superponen a través del tiempo en lo que respecta a los motivos para la reclusión de estos pacientes. La mayoría de los autores concuerdan en que el primer hospital que, como tal, albergó pacientes psiquiátricos fue fundado en 1409 en Valencia, por el padre mercedario Fray Juan Gilaberto Jofré, ubicando a este hecho como la primera revolución psiquiátrica de la Modernidad (1). Cuentan que este fraile, al sentirse conmovido por una escena callejera cargada de burla y sadismo de un grupo de jóvenes hacia un loco –lo que era también habitual para la mentalidad de aquella época–, impulsó a sus feligreses a través de la prédica sobre la necesidad de asistirlos y curarlos. Así fue que se constituyó una “cofradía”, que se dio en llamar “de los Inocentes”, que erigió una Casa de Orates u Hospital que se llamó, también, de los Inocentes (2). En 1425 se funda en Zaragoza la Casa de Locos, por voluntad del rey Alfonso V de Aragón. Este Hospital de Nuestra Señora de la Gracia admitía también toda clase de enfermos, pero los dementes ocuparon un departamento separado. Radica en este hecho la particularidad sin duda, más memorable de esta fundación, que la ubica como extraordinaria –dado especialmente por la época en que se realizó– al concebirlo su creador como parte del hospital general e incorporada al mismo. De modo que no se trataba de un manicomio-prisión, ni tampoco de un manicomio-asilo, como lamentablemente son muchos de los aún hoy existentes, sino de un manicomio-hospital, muy similar a los que actualmente se propugnan desde las organizaciones y lineamientos internacionales de orden sanitario (3). En 1436, varios vecinos caritativos de la ciudad de Sevilla, crean el Hospital de Inocentes, bajo la advocación de San Cosme y San Damián, que tenía un sector para dementes integrado dentro del hospital que albergaba también otras enfermedades. En 1483, se fundó en Toledo la Casa de Orates u Hospital de Inocentes, llegando así a fines del siglo XV a contar España, puntal indiscutido de esta revolución, con cuatro manicomios. Estos constituyeron una asistencia solidaria de avanzada concepción para la época, que fue tenida como ejemplo durante varios siglos (4). También fue un español quien creó el primer hospital psiquiátrico del continente americano: Fray Bernardino Álvarez de Herrera, ex-soldado y ex-conquistador penitente, que en 1567 fundó en México el Hospital de San Hipólito (5). Toda esta primera época hospitalaria fue la expresión de la superación de la demonología que había relegado a los enfermos mentales por considerarlos poseídos por demonios o espíritus malignos. Su tenor fue la solidaridad y el humanitarismo imbuido por la fe cristiana (6). Este cambio de actitud que llevó a la creación de los hospitales con la idea de un lugar de asistencia y ayuda de los otrora perseguidos y marginados, constituye la esencia por lo que se la considera, como decíamos antes, la primera revolución psiquiátrica de la Modernidad. A pesar de ello, resulta justo aclarar que la primera superación de la concepción demonológica en la historia de la humanidad, ocurrió de la mano del alto nivel alcanzado por la cultura griega en los órdenes médico y filosófico, y por la romana en el orden socio-político (7). A lo largo de los siglos XVII y XVIII, el Racionalismo domina el pensamiento y la cultura europeas, y la locura es confinada al dominio de lo absurdo y lo irracional (8). La glorificación de la razón y la consecuente falta de tolerancia hacia lo irracional, volvió a llevar a un rechazo completo de los enfermos mentales que, presos de la sinrazón, tenían un comportamiento que reñía con las expectativas y el consenso de la próspera sociedad burguesa de la época. Debía proceder a separárselos de la sociedad apartándolos temporaria o definitivamente, con miras a recuperarlos o, las más de las veces, a segregarlos de plano. Tal era el caso, en Francia, del Hospital General durante el siglo XVII, que no era aún una institución médica sino, más bien, una estructura semi-jurídica, una entidad administrativa que, conjuntamente con los poderes constituidos y fuera de los tribunales, decidía, juzgaba y ejecutaba sobre el destino de las personas . Estos asilos donde se encerraban juntos a mendigos, pobres, locos, viejos y criminales, eran verdaderas “jaulas” en las que el loco, igual que los “animales feroces y dañinos”, debía estar guardado para protección de la sociedad (10). A fines del siglo XVIII, y particularmente con la Ilustración, la modalidad empieza a transitar de reprimir hacia recuperar al enfermo mental. Simultáneamente se robustece la reacción contra los métodos de coacción y en dos frentes, el asistencial y el legal, se modifican los procedimientos. La alteración mental adquiere un significado positivo que permite entenderla en términos de enfermedad y la ubica antropológica y socialmente en un nivel análogo a las tratadas por el médico. Por ello es que la Psiquiatría no surge tanto de una especialización del saber galénico, como sí a raíz de los cambios en la valoración de la locura y, por consiguiente, de quién se ocupa de ella. En medio de aquel clima represivo que caracterizó al Racionalismo, pero imbuidos de estas nuevas filosofías, William Tuke (1732-1819), Philippe Pinel (1745-1826) y Vicenzo Chiarugi (1759-1820) realizan la reforma reclamada por una Psiquiatría que va estructurándose como saber médico especializado. Si bien en general sólo se da el crédito a Pinel, los tres revelan ser los pioneros de esta reforma. Los tres compartieron la creencia de que cualquier enfoque terapéutico que quisiese ser significativo debería estar dirigido a la parte que la personalidad conservaba sana. Un tratamiento correcto combinaría, para ellos, apoyo y dependencia. Sin excepción, el éxito de la 8 // EDITORIAL SCIENS
Psiquiatría 3:10, Mayo 2010 terapéutica requería que el paciente estuviera separado de su familia para ser asistido en el ambiente especialmente estructurado del hospital, donde podría ser tratado como un “niño” en una especie de “familia artificial” (11). El alienado es liberado de sus cadenas intelectuales y físicas, iniciándose la era del tratamiento moral. Con este término ha quedado plasmado en la historia de la Psiquiatría esta actitud terapéutica caracterizada por una combinación de apoyo, dependencia y aislamiento asilar. El término moral, en consecuencia, no deberá entenderse como sinónimo de una “acción moralizante” sino como esta modalidad de asistencia desde la vida de costumbres en el interior de los hospitales-asilos (12). Seguramente tal reclusión pudo constituir un progreso: el de la identificación como objeto de cuidados médicos de una masa de alienados y dementes. Y, es en este sentido, que la Medicina mental con Pinel, Tuke y Chiarugi y todos los demás médicos filántropos de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, se definió a sí misma como asilaria. La edad de oro de este alienismo, por cierto ha consagrado al carcelarismo de la institución como objeto y función de la Psiquiatría. Carcelarismo reivindicado a menudo por el alienista como su razón de ser y de hacer, pero por el bien de sus alienados (13). Y dado que la Psiquiatría, como decía antes, no surge de la diferenciación de los conocimientos médicos sino de una necesidad social, tampoco lo hace el alienista. De allí que sus funciones absorbieran, muchas veces, las del médico legista como expresión, tal vez, de lo policial y carcelario que otrora reclamara la sociedad y ahora justificaba el alienista en su pensar y su accionar (14). Ayudante de Pinel en la Salpetrière, Jean Etienne Esquirol (1772-1840) termina de concretizar esta tendencia, en especial inspirando y redactando la ley francesa de 1838, que se constituyó en modelo y referente internacional en lo que a legislación de alienados compete, por casi un siglo y medio. Esta ley, podemos sin duda decir, fue dictada por y para el alienismo. Desde entonces, y por su vigencia, los desdichados que habían sido salvados de los calabozos y de las cadenas, se vieron más sólidamente encadenados aún en una camisa jurídicoadministrativa (15). La misma disposición arquitectónica de los edificios que pide Esquirol conjuntamente con su proyecto de ley, contribuyen a que, a pesar de haber sido dejadas de lado las cadenas y las prisiones, los medios de contención sigan siendo violentos. Aunque ya muchos psiquiatras insisten sobre la importancia de la dulzura en el trato de los alienados, en 1837, el mismo Esquirol comprueba el uso de cadenas en no menos de cuarenta establecimientos franceses. Aún después, los enfermos continúan siendo sometidos a privaciones de importancia como las señaladas por Bénédict Augustin Morel (1809-1873) para el año 1863: mala alimentación, escasez de ropas, harapos y otras muchas más (16). Poco cambia en la primera mitad del siglo XX y los asilos de alienados siguen siendo el único método instrumentado como medio de reclusión para la protección social de su peligrosidad y para el tratamiento moral teñido de un paternalismo muchas veces humillante y otras francamente violento. Los alienados, esos enfermos que han perdido la razón, y los asilos de alienados donde ellos perdían también la libertad, constituyeron en esa época el primer y global objeto de la Psiquiatría. Juntos han formado una especie de imagen falsa, donde se invierten las relaciones de causalidad entre la libertad perdida en el interior del espacio subjetivo de la persona fruto de la enfermedad, y la privación de la libertad que se prescribía en el espacio absolutamente exterior por imperio de la ley y del alienismo médico (17). La historia en la segunda mitad del siglo XX comienza a transitar nuevos caminos. Podemos destacar tres gérmenes que gestaron este cambio desde dentro del mismo pensamiento psicopatológico. Por un lado, la revolución que introdujo en el campo psiquiátrico las teorías psicoanalíticas de Sigmund Freud (1856-1939) y las innumerables corrientes psicoterapéuticas y de psicología social que derivaron de ellas al intentar acercarse a la enfermedad mental como el emergente de la historia y los conflictos del sujeto. Asimismo, las descripciones psicopatológicas de Emil Kraepelin (1855-1926) insertaron definitivamente a la incipiente disciplina psiquiátrica en el Positivismo Científico, que se continuaron luego con innumerables desarrollos teóricos que conformaron un cuerpo de conocimientos respecto al diagnóstico y el pronóstico de las enfermedades mentales aún en movimiento hasta nuestros días. Finalmente, el descubrimiento, la difusión y el perfeccionamiento a lo largo del pasado siglo de las terapias biológicas, que se consuma con la llamada era psicofarmacológica, y el desarrollo consecuente de las neurociencias en general que han ampliado el horizonte de comprensión de la psicopatología, y la arraigaron como nunca antes a las otras disciplinas médicas. Estos tres factores –enriqueciéndose y complementándose recíprocamente desde mi perspectiva personal, pero no invalidándose mutuamente– han cambiado en forma irreversible el panorama de la enfermedad mental y las posibilidades, ahora reales y efectivas, de su tratamiento. La posguerra, primero, y la “guerra fría”, después, trajeron también la revalorización jurídica de los derechos humanos, colocando a la lucha contra la marginación y la discriminación de las minorías, como centro de las legislaciones que no olvidaron a los enfermos mentales. De igual manera, en las últimas décadas, el auge de la bioética dentro de las ciencias médicas y la acentuación del principio de autonomía del paciente sobre las decisiones médicas paternalistas, sumó un nuevo discurso al debate en torno de la internación de los afectados de patologías psíquicas. En este contexto, la ausencia de consentimiento por parte del paciente para ser hospitalizado –sea por su negativa directa o sea por su incapacidad de tomar decisiones como fruto de su enfermedad– vuelven objeto de observación y control social y jurídico la medida terapéutica de internar a un sujeto en un establecimiento psiquiátrico. Así es como la herencia legislativa internacional que reproducía, en mayor o menor medida, la Ley Esquirol de 1838, ha venido cuestionándose desde los principios que proclaman la utilización de la alternativa terapéutica que menos restrinja la libertad del sujeto. En la década de 1960, el psiquiatra social británico John Wing destacó que las personas que permanecían durante largos períodos en hospitales psiquiátricos podían padecer un cuadro que denominó “institucionalismo”, que se caracterizaba por pérdida de la iniciativa, apatía, descuido personal, sumisión marcada a la autoridad y excesiva dependencia de la institución. Esto constituía un patrimonio común con las consecuencias de lo que desde la Sociología se venía denominando “institución completa” –ejemplos más claros son las cárceles y los manicomios–, donde el trato impersonal es EDITORIAL SCIENS // 9
Loading...
Loading...